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Píllaro y la danza de los diablos rebeldes

  • Sergio Soliz
  • 7 may 2016
  • 4 Min. de lectura



En Píllaro, pequeña localidad situada en la parte central del Ecuador, el año comienza con bandas de música en las calles y con entusiastas danzantes que disfrazados de diablos llegan desde las comunidades circundantes y se dan cita en la plaza central de esta población situada a 2.800 metros sobre el nivel del mar.


La festividad dura del primero al seis de enero y participan en ella no sólo músicos y bailarines sino también la comunidad entera, que bebe y danza al ritmo de sanjuanitos, saltashpas, tonadas y pasacalles.


A diferencia de los desfiles militares o las procesiones, que están organizados desde el poder y que marcan una frontera en los que se muestran y los que observan , aquí la fiesta es para todos y, en ese sentido, la fiesta no sólo se mira sino que se vive. La gente disfruta observando a los bailarines pero, al mismo tiempo, interactúa con ellos, se inmiscuye, baila, bebe y goza con ellos. Es un espacio particular en el que se promueve la abolición provisional de jerarquías, privilegios, reglas y tabúes.


Los diablos, enfundados en sus ponchos rojos, sus capas y sus máscaras multicolores adornadas por colmillos y cornamentas y trabajadas artesanalmente con meses de anticipación, descienden desde las montañas bailando y se toman simbólicamente el centro de la ciudad.


La comitiva es acompañada por otros personajes característicos de esta fiesta: el capriche (munido de su escoba), los líneas (con sus trajes formales que hacen mofa de la clase alta) y las guarichas. De los personajes citados, destaca el papel de las guarichas que se hallan encargadas expresamente de la interacción con el público. Invitan constantemente a bailar a los participantes y son las encargadas de compartir la bebida. Son hombres disfrazados de mujeres que cubren su cara con una careta de malla y llevan en sus manos una muñeca (el hijo ilegítimo), un pañuelo y una botella de licor.


¿Una danza de desterrados?

Mucho se ha especulado sobre los orígenes de la diablada de Píllaro. Una tarea por lo demás difícil dado que se sabe que gran parte de la información existente relativa a los diversos aspectos de esta comunidad desapareció entre las llamas en el levantamiento indígena de 1898 cuando la ciudad tomada fue sometida a saqueos y a la quema de documentos provenientes los cabildos, las comisarías y los juzgados.


Se presume, sin embargo, que si de diablos hablamos, esta figura del mal provenga de las representaciones y teatralizaciones que se hacían durante la colonia con el fin de catequizar y evangelizar a los indios colonizados una vez que, tras grandes debates, se decidió que poseían un alma.


Se asume también que estas teatralizaciones sufrieron adaptaciones y yuxtaposiciones con las creencias locales en un lento proceso de sincretismo que dio como resultados interpretaciones diversas a un mismo sujeto.


No es pues así extraño que la figura del diablo como representación del mal aparezca en distintas representaciones artísticas de la América Latina y que lugares geográficamente diversos estén conectados por el baile de la diablada.


Prueba de lo dicho son los Diablos de Naiguatá, Chua o Yaré en Venezuela, la diablada de Puno, en el Perú, los diablos de la fiesta de la Tirana en Chile y, la más renombrada de todas, la diablada de Oruro, en Bolivia, nominada por la UNESCO como Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad dada su antigüedad, diversidad y originalidad.


La característica que los diablos de Píllaro asumen como propia es la rebeldía y muchos de los viejos danzantes afirman que en el espíritu de estos diablos se acuna una protesta abierta que es rebelión contra la religión impuesta y contra los abusos del colonialismo.


Volviendo al tema de los orígenes de los diablos pillareños, existen también versiones que afirman que estos diablos habrían llegado hasta allí viajando en el alma de los mitimaes conocidos también como los desterrados del imperio incaico.


Los mitimaes eran hombres y mujeres provenientes de distintas partes del vasto imperio incaico desterrados y llevados muy lejos de sus hogares iniciales como parte de una política del imperio que veía la necesidad de dividir para gobernar y de separar a las poblaciones que suponían una amenaza a sus intereses debilitando así el peso de una población nativa en sus territorios.


Esta versión explicaría, según algunos escritores, las similitudes con otras celebraciones que se llevan a cabo en Perú y Bolivia, lugares en los que la diablada es básicamente un baile en el que se escenifica la lucha del bien contra el mal.


La fiesta del reencuentro

Más allá, sin embargo, de este despliegue visual y sonoro y de esta explosión de alegría comunal, la diablada de Píllaro se ha convertido también para muchos en la fiesta del reencuentro dado que, es justamente en esta fecha que pillareños que debieron migrar por razones diversas a diferentes lugares del Ecuador o del extranjero, retornan para abrazar sus familias y su cultura.


Esta es también la época en la que visitantes de diversos países del mundo se dan cita en esta pequeña comunidad que tiene un entorno que la hace atractiva a la hora de realizar diversas actividades al aire libre (trekkings, paseos en bicicleta, rapel o rafting).


En esta zona se encuentra también el renombrado Parque Nacional de los LLanganates, un magnífica reserva ecológica en la que, según la tradición, se halla escondido el tesoro que debía pagar el Inca Atahualpa por su rescate.


Cuenta la leyenda que luego de la muerte Atahualpa a manos de los españoles en Cajamarca - Perú, Rumiñahui, (conocido como el gran héroe indígena de esta región) emprende acciones para defender el Reino de los Quito y decide, entre otros, esconder el tesoro que iba desde Quito para pagar el rescate de Atahualpa justamente en la zona de los Llanganates donde, en teoría, aún se encuentra.

Así pues, sea que decida vender su alma al diablo bailando y bebiendo junto a los coloridos danzantes de Píllaro o que opte por actividades al aire libre, Píllaro lo espera con los brazos abiertos y, por si fuera poco, con un tesoro inca por descubrir.


 
 
 

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