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Textos

T e x t o s

Egresé de la carrera de Comunicación Social pero no fue la universidad la que me enseño a escribir. La técnica misma la fue desarrollando gracias a los libros que cariñosamente mi padre me alcanzaba desde niño y a la sensibilidad que tenía mi madre a la hora de leerme poesía o historias conmovedoras que me sacaban, según se acuerda ella, enormes y salados lagrimones. En la muestra que les presento a continuación hay de todo un poco, desde columnas publicadas en diarios hasta poesías enmohecidas en un cajón.

El mudo

 

Lloraba si, y mucho, sobre todo cuando el hambre le oprimía la huata, que es a decir de muchos, el corazón de los hombres, pero no decía palabra. Al principio nos pareció normal porque las guaguas chicas no hablan pero la sospecha nos obscureció los días cuando como a los dos años aún no pronunciaba vocablo. Nosotros lo entendíamos igual pero su mudez era un castigo. A los tres años cantó, en el baño, completita una canción. “Así son los regalones”, sentenció la abuela. Y haber tanto sufrido para na. Nosotros no conocemos la venganza, pero todavía le decimos el mudo.

A pesar de tu ausencia

 

A pesar de tu ausencia, que duele como mil cuchillos, mañana saldrá el sol como siempre y amanecerán como nubes los trinos. El tráfico de las siete culebreará la ciudad  y a pesar de tu ausencia los muertos vestirán ataúdes mientras los buses devoran la ciudad. A pesar de tu ausencia, se embriagará de luz la mañana y de bohemia se emborrachará la noche invitándome a rifar tu rostro al olvido. La vida rodará mañana como siempre pero como siempre, en mi reloj, se hará un minuto de silencio para inventariar los rostros de tu ausencia.

El ciego y la fea

 

El se embutió en el metro precedido por esa ceguera que lo vio nacer. Ella lo miró reponerse del tropezón en su pie y sintió por el una ternura devastadora, unas ganas de cuidarlo que delataban sus propias ganas de ser cuidada, de ser querida. “Hay tropezones de esos en la vida”, gustaba decir jocosa recordando aquel encuentro del que nacieron sus tres hijos. La gente los llamaba el ciego y la fea. Ellos los dejaban hablar porque su paz era imperturbable. El amor les había abierto un refugio de paz inalterable.

KARAOKE

 

Como para escapar, al menos por unos instantes, de la fatalidad de ser nosotros mismos y convertirnos, como por arte de magia, en otros, más deseables,  más queridos tal vez, hoy fuimos a desgarrar nuestras voces en esa suigéneris creación de la diarreíca inventiva japonesa: Un karaoke.

 

 Los severos gestos aprendidos como por oficio en largas jornadas de robocinistas, se fueron a poco distensando y embriagados lentamente por el ron, amanecieron en nuestros semblantes las sonrisas tantas veces negadas.

 

Cantamos sin desparpajo, a voz en cuello, desafinando, como si de eso se tratara. No había espacio para los reproches,  al final estaban siempre los jolgoriosos gritos de los muchachos, sus palmaditas amigables sobre el hombro, sus voces de aliento, sus largas ovaciones fingidas con las que se ganaban con esfuerzo su propia cuota de aprobación. Todo era felicidad, calidez que brotaba por los poros, un cariño incontenible que desafiaba incluso los rostros severos de Lennon y Amstrong que desde sus respectivos posters nos observaban sin pudor.

 

El frío hiriente de la madrugada nos regresó a la realidad. Los faroles del alumbrado público, sustituyeron las luces mortecinas de nuestro breve estrellato y los hasta hace poco cándidos rostros de quinceañeras fueron, a su vez, trocados por las piezas monolíticas que el viento glacial instaló sobre nuestros hombros.

 

Con la serenidad de esas prostitutas que saben de memoria que uno volverá tarde o temprano al lecho de la infidelidad, la rutina nos esperó sentada a la vuelta de la esquina. El lunes estaba a la otra vuelta y no había más que irse acostumbrado a sus incómodos requerimientos. En fin, siempre queda la esperanza de planear una nueva fuga que permita reencontrar ese paréntesis en el que la vida suele ser un tango.

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